Historias orales de la Región Capital

La Plata | Leyendas suburbanas: "Don Zenón de Ringuelet"

LA PLATA, 30-04-2019 | PUBLICADO POR REDACCIÓN

Por Valdemar Tzará, Recuperador de historias orales, propias y ajenas, exclusivo para Cadena BA.- De don Zenón de Ringuelet, un pesimista antropológico muy poco sociable sólo queda esta memoria en mi memoria y tal vez ciertos recuerdos marchitados en la evocación de algún viejo vecino.


Don Zenón era un pesimista antropológico. Vivía en un rancho de chapa y cartón, como el mío por aquellos años, casi en el centro de la manzana. Sólo había entonces cuatro o cinco casas de material. Todo lo demás, terrenos baldíos y chapas y cartones. Para llegar al rancho había que caminar unos treinta metros por un angosto sendero de tierra, bordeado de árboles y pastizales.

No era muy sociable Don Zenón. Tampoco se sabía de qué vivía. A la mañana temprano se lo solía ver tomando mate, sentado en un tronco en la puerta del rancho, con la mirada en la tierra. Jamás se escuchó en ese rancho radio ni televisión. La gente parecía no percatarse de su presencia. La natural curiosidad de los chicos era paralizada por leyendas perversas. Le tenían miedo. Ni siquiera hablaban de él. Tampoco miraban hacia el rancho cuando pasaban por ahí.

Yo miré un día. Iba a la escuela y se me ocurrió cambiar mi habitual recorrido por la vera del arroyo, para ir por la otra calle y verlo tomando mate. Lo vi. Me vio. La escena se repitió durante varios días. Uno de esos días me paré a la entrada del sendero y me quedé mirándolo. Don Zenón también se quedó mirándome. “No va a pasar nada”, me dije. Y empecé a caminar hacia el rancho. Don Zenón no podía creer lo que veía.

Llegué a un metro de él, con mi guardapolvo gris y mi portafolio marrón y le dije “buen día”. No me respondió. Sólo me miró, asombrado de que alguien se le acercara. Así que le dije que mi nombre era Valdemar y le pregunté cómo se llamaba. Se tomó un mate y me respondió seco: “Zenón”...

Se tomó otro mate y habló: “Mi nombre es de filósofo griego. Pre-socrático, dicen los que saben. Pero nadie sabe mucho de ese hombre. Dicen que dijo que un atleta no puede ganarle una carrera a una tortuga y también que una flecha lanzada por el arquero siempre se mantiene inmóvil. Algunos dicen que el nombre no es sólo identidad, sino también mandato. Así que acá estoy, cumpliendo ese mandato, pero yendo más allá: no me detengo a decir cosas sin sentido práctico. No digo nada ni hago nada. Sólo existo sin razones. Porque sí, nomás”.

No entendí nada de lo que me dijo. No sabía de qué me estaba hablando. Y siguió: “Tratá de no saber nunca de dónde viene tu nombre, para que no tengas que cumplir ningún mandato”. Como no entendía nada, le dije “chau”. Volví a recorrer el sendero y me fui a la escuela. En un recreo, le pregunté a mi maestra, la señorita Mary, qué significaba mi nombre. Pero me dijo que no sabía, que sólo conocía un cuento con mi nombre, que eso me lo tenían que decir mis padres.

A los pocos días, volví a pararme frente a Don Zenón y le pregunté de dónde venía. Esta vez se tomó dos mates. Y habló:

“Yo estaba en la plaza cuando el bombardeo. Fui uno de aquellos muertos. Bueno, en el hospital me dieron por muerto y me dejaron ahí. Me desperté a la madrugada y al rato me fui. Recuerdo que estaba muy débil y me costaba caminar. Pero llegué a la estación y me colé en el primer tren que salía. En Ringuelet me descubrió el guarda y me bajó del tren. Así que empecé a caminar y me encontré con este rancho abandonado. Desde entonces, acá estoy”.

Recuerdo que ese fue el último día de clase, que comenzaban las vacaciones, que no volví a ir a la escuela hasta el año siguiente. Y durante todo ese tiempo no sentí el impulso de acercarme hasta el rancho. Así que pasaron esos meses y me olvidé de aquel bombardeo y del mandato que el nombre impone. Hasta que volví a recorrer el camino a la escuela por la vera del arroyo. Creo que fueron pocos los días de aquella rutina sin sentir aquel impulso. Una mañana lo tuve y volví a cambiar mi recorrido.

Y allí estaba don Zenón, tomando mate. Pero, además del tronco en el que estaba sentado, ahora tenía frente a él una mesa de madera y, al costado, un segundo tronco. Llegué y me senté. No nos saludamos. Pasaron tres mates y me preguntó si sabía lo que eran los objetos cotidianos. Le dije que sí. Tomó otro mate y volvió a hablar:

“No te creo. Esta mesa, por ejemplo, es un objeto cotidiano. Pero esta mesa no es una mesa. Esta mesa es el trabajo acumulado que hay en ella. Desde el bosque hasta tu casa. Desde las minas hasta las fábricas de sierras, tornillos y clavos. Desde los pozos de petróleo hasta las fábricas de trenes y camiones. Desde la carpintería hasta el comercio. Y todo eso para que puedas comer cómodo. Sobre el hambre de millones. Sobre millones de trabajadores explotados. Sobre millones de trabajadores expulsados. Sobre tu propia indiferencia. Objetos cotidianos. La mesa. Tu indiferencia. Y el trabajo acumulado que hay en ambas”, apuntó.

No dije nada. Me levanté y fui a la escuela. Nunca más volví a hablar con él. Tampoco pregunté a mis padres qué significaba mi nombre. Siguió mi vida con la normalidad de toda vida y no recuerdo cuándo dejé de verlo. Ya se sabe que los recuerdos de infancia son imprecisos y que pueden estar contaminados por fantasías diversas, pero eso no significa que sean invenciones. Cualquiera de mis vecinos sobrevivientes de aquella época debería dar fe de la existencia de don Zenón.

Con el tiempo comprendí la historia de aquel bombardeo, la que dio inicio a su vida, la vida que yo conocí o intenté conocer. Con el tiempo vine a descubrir un cuento de Edgar Allan Poe, que Julio Cortázar tradujo como “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”. Al finalizar la primera lectura, me vino el recuerdo de aquella advertencia de don Zenón, al que muchos años después bauticé como pesimista antropológico, por su historia de los objetos cotidianos.

Con los años vine a enterarme de que la enorme casa quinta que se levantaba frente al rancho, como su espejo deforme, cruzando la calle de tierra, era emblemática en la zona, porque allí se reunían en otros tiempos los “aristócratas” platenses. Con los años también me enteré de que a la vuelta del rancho, por aquella misma época en que lo conocí o intenté conocerlo, vivía una mujer viuda que era visitada por Borges. Pero esas son otras historias.

El rancho ya no existe. La manzana reboza hoy de viviendas de material, incluida la mía, y no hay terrenos baldíos. De don Zenón sólo queda esta memoria en mi memoria y tal vez ciertos recuerdos marchitados en la evocación de algún viejo vecino.